Cayó de rodillas, maldiciendo al aire su estupidez. Tarah había desaparecido y jamás regresaría: era muy consciente de ello. ¿Qué haría ahora? Necesitaba tranquilizarse, no podía dejar que su nueva naturaleza animal lo dominase otra vez de esa manera. La última había sido fatal. Juró ante la suave brisa de aquella mañana que esa zorra pagaría por llevarse su corazón.
Avanzó a trompicones por el suelo seco, rompiendo pequeñas ramitas del bosque colindante, que se quebraban como cristal bajo su peso. Tenía hambre. Mucha hambre. Pudo sentir como sus colmillos asomaban, anhelando sangre fresca. Se encorvó al escuchar un ruido muy cerca de él: todos sus sentidos se pusieron sobre alerta. Alguien venía. Y sin poder dominarse, se abalanzó sobre quien fuera que se estaba acercando y mordió. Mordió hasta poder notar la sangre fresca brotar a borbotones del cuello de su víctima. Saboreó el dulce néctar de vida y se relamió.
Una vez satisfecha su necesidad más básica, se enderezó, se sacudió la suciedad de la ropa y enfocó la vista. Lo peor de perder el control era, sin duda, el hecho de no poder ver absolutamente nada: un mar rojo, eso era lo único que se apreciaba en ese estado. No le prestó ninguna atención a su víctima, la dejó tirada en el suelo, casi sin vida.
Ella gimió, y él se dio la vuelta.
La imagen fue espantosa. La peor de las pesadillas se encontraba delante de él. Tarah. Era ella y estaba ahí, en el suelo, desangrándose, tan dulce y tan delicada como siempre. Era casi como una aparición, un ángel teñido de rojo.
Se abalanzó otra vez sobre ella, pero esta vez no para morderla, sino para intentar socorrerla.
– ¡Tarah! ¡Tarah! – la zarandeó con suavidad para despertarla, pero sólo consiguió arrancarle unos cuantos gemidos. Decidió, pues, llevarla a la posada que acababa de dejar momentos antes. Tumbada ya sobre la cama, la joven se recuperó por fin de su ataque. Abrió los ojos lentamente, intentando enfocar para mirar a su alrededor, cuando lo vio. Gritó con todas sus fuerzas, hasta rompérsele la voz. Gritó como si su vida dependiera de ello, y, echando la vista atrás, en cierto modo, así era.
– ¡ALÉJATE DE MÍ, MONSTRUO!